Summary: | En un comienzo fueron las cifras. Bastaba observar los registros estadísticos de las Naciones Unidas sobre índices de desarrollo humano, niveles de transparencia en la función pública, renta per cápita, porcentaje del PBI destinado a la ayuda al desarrollo o esperanza de vida. Siempre, sin excepciones, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia aparecían dentro de los mejor posicionados. Eso despertaba reiteradamente mi admiración y mi curiosidad, sensaciones claramente entendibles cuando se lo observa desde una Argentina con altos índices de pobreza, con un estado de bienestar profundamente socavado y donde la corrupción gubernamental ha alcanzado niveles vergonzosos. Un detalle particularmente curioso me llamaba a la reflexión: ¿por qué siempre los cinco lideraban las nóminas, y no uno o dos de ellos?. Mi intuición me llevó a pensar, acertadamente, que debía existir algo detrás de tal homogeneidad y paridad de estándares socioeconómicos y políticos. Así nació, entonces, mi inquietud intelectual por el conjunto de los países nórdicos. Pero a la par de esa duda pronto emergía otra: ¿por qué, si son pueblos tan exitosos, las cátedras raramente los habían mencionado durante el curso de mis estudios de grado?.
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