Summary: | 7 pages, figures Corría el año 1986. A la sazón yo ocupaba el puesto de director general de Cooperación Técnica Internacional en el Ministerio de Asuntos Exteriores que dirigía el ministro Fernández Ordóñez. El variado temario de mi Dirección—algunos años después desaparecida y troceada en otros organismos y departamentos— incluía las relaciones científicas internacionales, y entre éstas un tema que entonces sólo parecía suscitar el interés de unos pocos, aunque notables expertos: la Antártida. España había mantenido una actitud más bien distante ante la evolución de los avatares en aquel continente helado, y si bien habíamos suscrito el correspondiente Tratado Antártico, sólo alguna incursión privada y pesquera por las aguas aledañas había paseado el pabellón español por las cercanías de tierra firme. Cierto es que, como señalaba, un puñado de muy ilustres científicos, agrupados en torno a la personalidad del doctor Ballester, mantenían vivo en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas el reto de la investigación antártica, y en su lucha por extender la atención pública sobre el tema habían logrado la creación de una Comisión Interministerial que, además del propio CSIC y del MAE, contaba, entre otros, con representantes de los institutos de Oceanografía, Meteorología y, por supuesto, de la Armada. [.] Peer reviewed
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